Però com cony s’escriu Txèkhov?, de Joan Carles Bellviure.
Dirección y dramaturgia: Joan Carles Bellviure.
Intérpretes: Caterina Alorda, Sergi Baos, Margalida Grimalt, Lluqui Herrero, Joan Melis y Xim Vidal.
Escenografía: Miquel Àngel Juan.
No tuve la suerte de poder disfrutar de Camarada K durante el tiempo que estuvo en cartel en el Teatre del Mar. Había oído críticas muy positivas sobre la pieza, tanto desde el punto de vista de la dirección, como de la escenografía o de la interpretación. Con estas ganas de revancha, de conocer por mí mismo el trabajo de Joan Carles Bellviure al frente de la dirección, acudí al preestreno de su último trabajo, Però com cony s’escriu Txèkhov? en el Teatre Principal. Y como suele suceder cuando se crean grandes expectativas, la decepción se apoderó de mi estado de ánimo de vuelta a casa una vez finalizada la función.
¿Hubiera sido otra mi impresión si mis expectativas no hubieran sido tan elevadas? ¿Qué esperaba? ¿Una obra maestra? Ni yo mismo lo sé. Con lo que me topé fue una representación que podríamos dividir en cinco partes: una improvisación inicial, tres piezas breves relacionadas entre sí y basadas en relatos del maestro ruso ¿Chejov, Chéjov, Txekhov, Txèkhov?, y un monólogo a modo de epílogo.
Se agradece la intención de Bellviure en su apuesta por la improvisación inicial con el objetivo de aportar ideas, maneras frescas de ofrecer un espectáculo teatral, pero ya desde el principio descubrimos el problema crónico del que va adolecer toda la representación: la duración de cada una de las partes y el tempo que se establece en ellas. Larga, muy larga, se hizo la improvisación, así como alguna de las historias intermedias y, desde luego, el monólogo final a cargo de Joan Melis. ¿Es que no terminaba nunca? Vaya faena si este era el modo de rendirle homenaje en reconocimiento por toda una vida dedicada al escenario.
La obra nos muestra a una precaria compañía de teatro que a última hora se queda sin uno de sus actores y debe recurrir al electricista que está montando los focos del escenario para sacar adelante el inminente pase. La historia que se representa dentro de la representación se supone que transcurre en Rusia. La mención constante a kopeks, rublos o verstas, así como los nombres de los protagonistas, proporcionan al espectador las coordenadas geográficas que nos niega la escenografía. Si de ella dependiera la acción podría haberse ubicado en Caimari, Llubí o, sin necesidad de irse tan lejos, en Son Ferriol. ¿Tan difícil era, tan siquiera, poner una maldita botella de vodka sobre el escenario?
¿Era intencionada esta aparente falta de esfuerzo por conseguir una escenografía aceptable? ¿Qué se pretendía? Difícil responder, pero lo cierto es que esta afán pareció excesivo a todas luces. El colmo fue cuando sobre la escena apareció una enorme caja de Gallina Blanca, lo cual no deja de tener su gracia si recordamos que podríamos estar en medio de una gran estepa siberiana. Siempre existe la excusa de que la historia narraba las penurias de una compañía en horas bajas y que estos pequeños gazapos eran una muestra más de su decadencia. Vaya usted a saber.
En cuanto a la interpretación hay varios capítulos que destacar. El trabajo de Caterina Alorda fue correcto desde un punto de vista técnico y formal, pero resultó un poco insípido y carente de vida. La breve intervención del personaje de Margalida Grimalt pecaba de excesivo nerviosismo. Xim Vidal alternaba buenos momentos cómicos con réplicas que trataban mostrar un forzado carácter mallorquinorro que no siempre obtenía la complicidad del espectador, quizá cansado ya de un recurso demasiado manido. Lluqui Herrero era la que mejor salía del paso. Un personaje de carácter primitivo, cómico, sin grietas en su construcción (desde su forma de andar hasta su forma de hablar, pasando por su vestuario) que hacía más llevadero el lento progreso de la narración. También hay que reconocer el más que aceptable trabajo de Sergi Baos, aunque sólo sea por los litros de sudor que se dejó sobre el escenario. Quizá le benefició el hecho de compartir escena con Herrero. Y por último, Joan Melis. A él le tocó poner punto final al espectáculo con un larguísimo monólogo que parecía no tener fin. Difícil papeleta la suya. Sólo su experiencia y saber estar, lo cual no significa que estuviera brillante en su interpretación, consiguieron que la herida no fuera aún mayor.
Así las cosas, me pareció que la propuesta de Bellviure se quedó un poco en tierra de nadie. Quizá una buena idea original no llegó a concretarse, dejando sobre el escenario una obra a medio construir, respetando la presunción de una intencionalidad que no llegó a la superficie. Pero de la experiencia también se aprende y mi velada en el teatro me reportó mis beneficios a modo de lección: ante todo en esta vida, expectativas moderadas.